Ella es la princesa sangrante, Sangue tal vez, émulo de aquella maestra de culto de El ansia… Nada la consuela, nadie le da serenidad. Sustantivo desconocido para aquella subjetividad.
Acababa de tragarse una víctima más. Pero esto no satisface su voracidad perenne. Respira, jadea, su pecho incipiente que se deja ver desde un escote violeta, no encuentra sosiego. ¿Podrá entender que la melancolía es un mal eterno, del que no se puede salir aunque se quiera?
Había conocido un hombre de bien, con la sanidad mental que hace falta en estos tiempos de frenesí constante. De esos que no hay. Pero Sangue supo. Desde el principio se le develó la trampa mortal en la que iba a caer y obligar a tropezar al hombre bueno.
Comer, beber, coger. De eso se trataron los quince días de intercambio desenfrenado. Los ojos negros de él atravesaron la mirada y el cerebro de la princesa. Sangue se dejó examinar, sabiendo que lograría cautivar la psiquis del sujeto de la masculinidad. Experta en las lides de la carnalidad, lo emborrachó con sus manos y sus líquidos. La negrura de la piel de él marcaba la diacronía adictiva de Sangue. Sin embargo, cuanto mejor se disponía el baile de la sexualidad, más cerca estaba el epílogo y la muerte de aquel acontecimiento.
Con la ferocidad de su verbalidad, Sangue lo conminó al planteo de la definición amorosa. Vomitó las palabras homicidas. Sabía adónde la llevarían. Pero eran más fuerte que ella. Azorado, respondió que el vaivén en el que estaban sumidos, tan sólo era del aprendizaje común, se estaban conociendo. Sangue tomó la daga de su cerebro y en ese instante lo asesinó sin que él se diera cuenta. Ella sólo vive de ficciones y fábulas. La realidad es una praxis que desprecia. “Lo real me aburre, y la gente verdadera no me interesa”, dijo Sangue. La necesidad del mito perpetuo, de la construcción en tránsito es la savia de su vida. Todo lo otro logra matarla. Y aquel hombre superior, aquel sujeto nietzscheano sin religión, la identidad de la perfección, se derrumbó en el acto. La inteligencia sublime, el ser político por antonomasia, devino en un imbécil con necesidad de internación. Sangue frenó el torrente amoroso intenso. Se congeló. Sus ojos grandes, rasgados y verdosos vaciaron el brillo enamorado para someterse al frío del filo homicida. Él la espiaba desde el lecho de la transpiración y los orgasmos. Temía por la reacción de la ninfa. Pero Sangue pertenece a otro mundo. Con la mirada del misterio de la eternidad y una semi sonrisa suave, no le daba la respuesta que él hubiera imaginado. Sangue continuaba con sus caricias celestiales en la espalda de él, y no le sacaba los ojos de sus ojos. Él sonreía levemente; ella respondía con el gesto, secreta.
Se retiró y el armado de la venganza la dominó.
Nunca más lo buscó, su entrega se esfumó. Toda esa sangre, dispuesta a beberla y entregarle la suya a cambio, desapareció. Su cerebro, a punto de ser ofrendado por primera vez, se lo arrancó de las manos. Volvía a ser esa virgen suicida. Nada para ellos. Sólo el cuerpo, el goce de la sexualidad, sólo eso y nada más. Su mente, instrumento vital, sensorial, objeto de la inteligibilidad más absoluta, volvía a su eje. “No te lo doy, no lo merecés, otra vez más”.
Y él llamó. Para preguntar cómo estaba. Bien pero muerta. Qué raro que no te des cuenta… Seca, yerma, solidificada, monstruosa, cuidado por favor, puedo ser mortal. No, no puedo, soy letal. Y de filo afilado.
Siguió llamando, nada más. Mientras Sangue elucubraba un plan nefasto. La oscuridad de su pasado la ayudaba. Julian llamaba para ver cómo estaba.
Luego del juego feroz que habían jugado, después de las vísceras que se habían comido mutuamente. Ella, todavía con el regodeo que le quedaba por el hombre del presente, lo sacudió con vehemencia. Ya no estoy ni enojada, ni triste, se me pasó. Pero fuiste lo peor, sacaste lo peor de mí. Yo te quiero mucho, repetía él. Quiero verte cuando llegue. Necesito hablar con vos, mirarte a esos ojos. Ay, los ojos de Sangue…
Y dejó el cabo sin atar. Volvería a ver a Julian. Seguramente para seducirlo un poco más; para mentir bastante más. No contenta con la sangre de las víctimas, a la noche y desde su cama se comunicó con José. Sangue le habló en voz susurrada y le hizo falsas promesas. Él le imploró que fuera a verlo y ella, entre sonrisas quedas le dijo que no. La misma esencia de la histeria. Cortó el teléfono y José siguió mandando mensajes calientes, encendidos por Sangue.
El hombre del presente había llamado dos veces. Para ver cómo estaba Sangue, para decirle que se encontraba con amigos. Pero ella desprecia el accionar de la virilidad. Lo odió y cada vez más.
Acababa de tragarse una víctima más. Pero esto no satisface su voracidad perenne. Respira, jadea, su pecho incipiente que se deja ver desde un escote violeta, no encuentra sosiego. ¿Podrá entender que la melancolía es un mal eterno, del que no se puede salir aunque se quiera?
Había conocido un hombre de bien, con la sanidad mental que hace falta en estos tiempos de frenesí constante. De esos que no hay. Pero Sangue supo. Desde el principio se le develó la trampa mortal en la que iba a caer y obligar a tropezar al hombre bueno.
Comer, beber, coger. De eso se trataron los quince días de intercambio desenfrenado. Los ojos negros de él atravesaron la mirada y el cerebro de la princesa. Sangue se dejó examinar, sabiendo que lograría cautivar la psiquis del sujeto de la masculinidad. Experta en las lides de la carnalidad, lo emborrachó con sus manos y sus líquidos. La negrura de la piel de él marcaba la diacronía adictiva de Sangue. Sin embargo, cuanto mejor se disponía el baile de la sexualidad, más cerca estaba el epílogo y la muerte de aquel acontecimiento.
Con la ferocidad de su verbalidad, Sangue lo conminó al planteo de la definición amorosa. Vomitó las palabras homicidas. Sabía adónde la llevarían. Pero eran más fuerte que ella. Azorado, respondió que el vaivén en el que estaban sumidos, tan sólo era del aprendizaje común, se estaban conociendo. Sangue tomó la daga de su cerebro y en ese instante lo asesinó sin que él se diera cuenta. Ella sólo vive de ficciones y fábulas. La realidad es una praxis que desprecia. “Lo real me aburre, y la gente verdadera no me interesa”, dijo Sangue. La necesidad del mito perpetuo, de la construcción en tránsito es la savia de su vida. Todo lo otro logra matarla. Y aquel hombre superior, aquel sujeto nietzscheano sin religión, la identidad de la perfección, se derrumbó en el acto. La inteligencia sublime, el ser político por antonomasia, devino en un imbécil con necesidad de internación. Sangue frenó el torrente amoroso intenso. Se congeló. Sus ojos grandes, rasgados y verdosos vaciaron el brillo enamorado para someterse al frío del filo homicida. Él la espiaba desde el lecho de la transpiración y los orgasmos. Temía por la reacción de la ninfa. Pero Sangue pertenece a otro mundo. Con la mirada del misterio de la eternidad y una semi sonrisa suave, no le daba la respuesta que él hubiera imaginado. Sangue continuaba con sus caricias celestiales en la espalda de él, y no le sacaba los ojos de sus ojos. Él sonreía levemente; ella respondía con el gesto, secreta.
Se retiró y el armado de la venganza la dominó.
Nunca más lo buscó, su entrega se esfumó. Toda esa sangre, dispuesta a beberla y entregarle la suya a cambio, desapareció. Su cerebro, a punto de ser ofrendado por primera vez, se lo arrancó de las manos. Volvía a ser esa virgen suicida. Nada para ellos. Sólo el cuerpo, el goce de la sexualidad, sólo eso y nada más. Su mente, instrumento vital, sensorial, objeto de la inteligibilidad más absoluta, volvía a su eje. “No te lo doy, no lo merecés, otra vez más”.
Y él llamó. Para preguntar cómo estaba. Bien pero muerta. Qué raro que no te des cuenta… Seca, yerma, solidificada, monstruosa, cuidado por favor, puedo ser mortal. No, no puedo, soy letal. Y de filo afilado.
Siguió llamando, nada más. Mientras Sangue elucubraba un plan nefasto. La oscuridad de su pasado la ayudaba. Julian llamaba para ver cómo estaba.
Luego del juego feroz que habían jugado, después de las vísceras que se habían comido mutuamente. Ella, todavía con el regodeo que le quedaba por el hombre del presente, lo sacudió con vehemencia. Ya no estoy ni enojada, ni triste, se me pasó. Pero fuiste lo peor, sacaste lo peor de mí. Yo te quiero mucho, repetía él. Quiero verte cuando llegue. Necesito hablar con vos, mirarte a esos ojos. Ay, los ojos de Sangue…
Y dejó el cabo sin atar. Volvería a ver a Julian. Seguramente para seducirlo un poco más; para mentir bastante más. No contenta con la sangre de las víctimas, a la noche y desde su cama se comunicó con José. Sangue le habló en voz susurrada y le hizo falsas promesas. Él le imploró que fuera a verlo y ella, entre sonrisas quedas le dijo que no. La misma esencia de la histeria. Cortó el teléfono y José siguió mandando mensajes calientes, encendidos por Sangue.
El hombre del presente había llamado dos veces. Para ver cómo estaba Sangue, para decirle que se encontraba con amigos. Pero ella desprecia el accionar de la virilidad. Lo odió y cada vez más.
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