domingo, 5 de abril de 2009

Baby Trash ilustrada por Mariano Lucano


Y mi nariz no dejaba de expulsar sangre. Mucha sangre. Mis dedos refriegan ese líquido bordó alrededor de las fosas nasales. Me sueno la nariz y el pañuelo se tiñe de manchas infantiles. El papel higiénico me confirma que esa era la única manera que él podía salírseme de adentro. ¿Podría? Y mientras ese fluido que demuestra que uno está vivo, o a punto de morir si termina en derrame perpetuo, las lágrimas inundan mis ojos. Lloro; y no ceso. Pero como nunca. El acto es puro reflejo. No noto la experiencia misma de la voluntad del llanto. El agua con gusto a lágrima cae a raudales, casi sin darme cuenta. Pero me doy. Mocos, sangre y llanto, todo para desfigurar la felicidad que había creído conseguir días atrás, horas atrás, minutos atrás…
Las palabras comienzan a perder sentido, sustancia, literalidad. Mi pensamiento abstracto, tan caro a mí y a mi entorno, pierde suculencia. Mi brillantez mental se derrite como por arte de magia. Soy chiquita otra vez, diminuta, frágil, vulnerable, con ansias suicidas. La cifra del desamor. Y las promesas recurrentes de no caer nunca más en mano del enemigo masculino. Sin embargo, no es ese el sujeto de la enemistad, lo sé. Soy yo quien omite, dimite, oprime, deprime. ¿Por qué no había hecho caso a mis intuiciones más primarias, a la pulsión de la muerte? Lo había sabido desde el minuto uno. Él no era para mí. Sabía que entraba en el camino de la sangre. Pero creí que podría, que podía ser lo suficientemente poderosa como para chupar mi detritus. ¡Cuánta impunidad e ignorancia!
Y el resfrío, claro síntoma del dolor, devino en falta de voz. Y sangre, siempre sangre. Tal vez esta fuera la única forma de sacármelo de encima. Pero él vuelve y vuelve. El eterno retorno sin mi adorado Nietzsche. Textos circulares que se repiten en un sinfín de palabras denigratorias. El lenguaje no existe para estos menesteres. Debiera ser usado con la hidalguía que se merece. Pero entre él y yo, todo se transforma en una batalla ruin. Él, para mostrarme su poder del falo sobre mi piel suave y caliente. Y yo, para demostrarle mi superioridad intelectual. Qué asco. Me miro al espejo y parezco otra vez esa niñita de ocho años. Sin las trenzas pero con esa misma textualidad corporal. Y esos mismos ojos entristecidos y eternos. Hago esfuerzos inconmensurables para que mi mirada refleje algo. No puedo. Ojos muertos, nada para ver, opacidad toda.
Y él traslada su vehemencia masculina a través de sus textos infames. “Todo lo que aprendí de vos”, “fuiste un gran impulso”, “ojala sea lo que vos ves de mi”. No contento con haberse tragado toda mi sangre, insiste con el estilete final. Lo único que había querido era construirse una identidad a partir de mis sintagmas. ¿Seguirás recurriendo a la horadación de mi psiquis para broquelar tu persona perdida? Es que te transformas en ese hombre a partir de mis palabras. Por supuesto intentarás hasta el límite del absurdo que yo repita aquellos mantras para darte la tranquilidad a la que nunca llegarás.
Sólo me queda lamer mis heridas. Tantas, demasiadas. Un cuerpo repleto de sangre coagulada, envuelto en bilis, vómito, residuo.
Ahora solamente ansío mi soledad. Nadie cerca, nadie entiende, nadie puede conmigo. Yo sola, bajo mi cuidado. Un cuidado rapaz, peligroso, en el abismo, al límite más feroz. Escucho las explicaciones que intentan todos a modo de salvataje. Pero me dan náuseas. No me interesan. Lo único que sanaría el interior de mi cuerpo sería que él me llamara, me dijera que me ama, que me cuida, que quiere conmigo… Pero eso no va a suceder.
Mientras tanto, la sangre. Sale de la nariz. Pero también me la trago a medida que baja por mi garganta. Siento que me desangro, que toda la capacidad de amar se me escabulle con ese líquido de vida. Ya no tengo vida, se me murió. Muerta en vida. Ese es mi estado. Camino sin caminar, respiro sin ganas. Por momentos juego a la expiración, dejo de ejecutar el acto reflejo por el cual nos mantenemos vivos. ¿Para qué? Nada tiene sentido sin él cerca. No como, no duermo, no respiro.
La ropa no ciñe mi cuerpo. Se me cae. Quiero acostarme y dormir para siempre. El sueño eterno de los dioses. Irme lejos para no volver. Quiero volverme invisible, taparme con los libros y las hojas escritas. Que alguien se siente a mi lado, me lea, no pregunte, no diga, no opine. Y yo, envuelta en una frazada, sólo una escucha humana de palabras bonitas a mis oídos.
Quiero que mueras y yo detrás tuyo. Te deseo el peor destino que cualquiera pudiera desear. Pero al instante me tiro en esa misma hoguera que te quema. Te quiero muerto pero no lo soporto. Muertos los dos. Por favor. Porque vivos es imposible.
Y vuelvo a mojar mis mejillas. Intento abandonar el llanto pero me resulta imposible. La congoja me embarga. Lloro, lloro, sin parar, para siempre. Mientras viva. Que es como estar muerta.

1 comentario:

Unknown dijo...

Que perfecta forma de expresar el dolor fisiologico que experiementa nuestro cuerpo al iniciar un proceso de duelo, un duelo que viene mucho antes de aquel desamor, y que simplemente se hace manifiesto al repetir aquellas conductas dañinas, que en el fondo nos producen un goce inconciente.

Renata S.-