19 de diciembre
Viajar sola por ahora me encanta. Es la primera vez que viajo sola, sin papá ni mamá.
Ya estás hecha toda una mujercita, dijo mamá mientras preparábamos mi valija.
El vaivén del tren me mece, pero no me duermo porque por la ventana pasan el campo verde y el sol que son como un anuncio de La Lila. Tía Eulalia, cuando hablamos por teléfono, me dijo que había tenido 8 cachorros!
Rojas cada vez está más cerca y con ella los caballos, las siestas, los asados y el silencio del Tío Francisco. Rojas se acercan y yo me acerco a los cachorros de La Lila ¿Cómo serán? Me los imagino chiquitos, juguetones y suaves. El corazón me estalla de alegría.
Toda una mujercita, dijo mamá.
Ahora es de noche, llegué de tarde a la estación, con el sol poniéndose allá en el horizonte y el Tío Francisco me esperaba parado en el andén pelado y polvoriento. Cuando bajé del bagón, corrí, como siempre, a abrazar a Tío Francisco. Su expresión al verme fue entre contento y sorprendido. Dijo que estaba preciosa, toda una mujercita.
Los cachorros son hermosos y pequeñísimos, están junto con La Lila en el granero, me saltaron encima todos juntos apenas aparecí, con su energía peludita y desbordante, todo es para lamer, morder y tironerar. Solo pude verlos unos segundos y a penas tocarlos, porque a penas entré al granero Tía Eulalia gritó desde la casa que ya estaba la comida, que me fuera a lavar las manos.
Tía Eulalia no quiere que vaya al granero de noche, dijo que ahora que soy una mujercita no es un lugar para mi, pero a mi me encanta la oscuridad silenciosa de ese lugar.
Sí, dijo Tío Francisco toda una mujercita.
20 de diciembre
La mañana en el campo es hermosa, Tío Francisco me levantó, como siempre, antes de que salga el sol para ir juntos a ordeñar las vacas.
Hace frío tan temprano y las palabras se quedan en la cama durmiendo mientras nuestras manos, ya despiertas, tiran de las ubres de las vacas y sale la leche densa y calentita.
Desayunamos el pan que hace Tía Eulalia que es una delicia.
En el campo no se descansa nunca, toda la mañana afanados con cosas. Buscar los huevos en el gallinero, prestando mucha atención para que los huevos no se rompan y las gallinas no se enojen. Una gallina enojada es grande, muy grande, como si se hinchara y se le pararan todas las plumas, y su pico es certero. Lo se porque cuando era chiquita le saqué unos huevos a una gallina mientras los empollaba y la gallina me picó toda, toda. Por suerte no tuvo tanta puntería como para picarme en los ojos. Yo quedé tan asustada que no quería entrar más al gallinero, pero Tío Francisco me obligó diciendo que uno tiene que hacer lo que tiene que hacer si quiere vivir en el campo.
Por fin llegó la hora de la siesta. Tía Eulalia y Tío Francisco duermen. El sol y el silencio lo cubren todo. El granero está oscuro y fresco a esta hora. Entré y ahí estaban todos los cachorros, La Lila no estaba, seguro que andaba por la casa, a la sombra.
Me agaché y todos los cachorros corrieron hacia mí como una tromba, se me tiraron encima, me tiraban de pelo y me mordían los volados del vestido. Jugué un rato con ellos, son tan suaves.
De La Lila, ni noticias. Se me ocurrió traer leche para que tomen los cachorros, salí del granero y el sol me dejó ciega, sin ver nada corrí como una loca y entré a la casa. Sigilosamente saqué la botella de vidrio de la leche de la heladera Siam, enorme y rígida como los sarcófagos egipcios que aparecen en las ilustraciones del “Lo Se Todo”. Había un frasco nuevito de mermelada cacera que hace Tía Eulalia, también me lo llevé, junto con unas galletas de miel que me puse en el bolsillo.
Volví de nuevo corriendo y con los ojos casi cerrados hasta el granero. Primero no veía nada, pensé en que así debería ser para los ciegos la vida. Después se me acostumbró la vista, pero seguí jugando a ser ciega, manteniendo los ojos cerrados.
Serví la leche en el tazón del agua ya vacío en el piso. Los cachorros lo rodearon peleándose por un lugar para sorber como desesperados. Movían sus colas felices. Mientras tanto, saqué las galletas y fui mojándolas cada vez en más mermelada, casi sin darme cuenta me la comí casi toda y paré porque me dio una sed tremebunda. Tomé de la botella de vidrio del pico. Si me viera Tía Eulalia me mata, pensé y eso me encantó. Me encanta sentir el miedo de lo prohibido, la emoción de lo prohibido, el secreto de lo prohibido.
Con la panza llena e hinchada del calor, la mermelada y las galletas, me senté en el piso recostada en la paja del granero. Gotas de sudor como chorros corrían por los costados de mi cara y entre medio del busto, así le decía mamá, busto, pero para mi no eran más que dos protuberancias extrañas como pequeñas mandarinas recién salidas.
Me desvestí y mojé mi pelo y mi nuca con el agua para las vacas. Solo volví a ponerme la enagua, el vestido lo extendí sobre la mullida paja como si fuese una colcha y me tendí sobre él a sentir como rodaban desde mi cabeza y por mi cuerpo las frescas gotas de agua. Era feliz.
Los cachorros se habían terminado toda la leche y correteaban a mi alrededor. Nada los llenaba, parecían un enjambre. Se me fueron acercando saltarines. Dos de ellos se me metieron por adentro de la falda y me lamían las gotitas de sudor que la enagua atrapaba por entre los pliegues, era tan placentero sentir sus pequeñas lengüitas lamiéndome, eran como cosquillas infinitas. Otros dos me lamían las manos, más cosquillas. Otros dos más se tomaban el agua que caía de mi pelo y me lamían la cara, como desesperados. Era rico. Cerré los ojos y disfruté de sus lamidas que correteaban por todo mi cuerpo. Empecé a sentir más calor en la entrepierna, era como que los cachorros se daban cuenta y allí iban y lamían y en cada lamida pequeños chispazos, como electricidad, hasta que llegó una descarga enorme, como una explosión sucedió desde el bajo vientre y se expandió hasta mi cabeza. Nunca antes había sentido algo así. Extraño y placentero, una alegría distinta, muy distinta a comer caramelos o dar una vueltas en los mateos del zoológico. Un placer distinto, con el cuerpo, con el cuerpo que no es carne. Un placer desde la carne hasta el alma, hasta ese lugar en el que nos sentimos sin cuerpo, como a veces pasa en los sueños.
Me quedé dormida, ahí con los perritos y desnuda a la hora de la siesta.
No se cuánto tiempo habrá pasado hasta que me desperté sobresaltada, Tía Eulalia y Tío Francisco deberían estar preocupados. Comencé a vestirme lo más rápido que podía, pero la enagua estaba dura por el agua, los restos de almidón (mamá almidona todo) y la baba de los cachorros. No pasaba, me quedó a medio camino, entre el cuello y los hombros, trabajada, no iba ni para arriba ni para abajo.
De pronto se abrió la puerta, ya era de noche y un chorro de luz, la del farol de afuera, iluminó mi rostro. La sombra de Tío Francisco se había parado en la puerta. Se escuchó de lejos la voz de Tía Eulalia preguntando “Y…está ahí La Carlita?.” Tío Francisco abrió la boca imperceptiblemente y contestó “No, acá no hay nadie, andá pa’ las casas a preparar la cena que yo sigo buscando”. Entró al granero, trabó la puerta y agarrándome tan fuerte que no podía moverme, tapó mi boca, me tiró al piso y volvió a decir, esta vez con tono de satisfacción, “estás hecha toda una mujercita”.
Viajar sola por ahora me encanta. Es la primera vez que viajo sola, sin papá ni mamá.
Ya estás hecha toda una mujercita, dijo mamá mientras preparábamos mi valija.
El vaivén del tren me mece, pero no me duermo porque por la ventana pasan el campo verde y el sol que son como un anuncio de La Lila. Tía Eulalia, cuando hablamos por teléfono, me dijo que había tenido 8 cachorros!
Rojas cada vez está más cerca y con ella los caballos, las siestas, los asados y el silencio del Tío Francisco. Rojas se acercan y yo me acerco a los cachorros de La Lila ¿Cómo serán? Me los imagino chiquitos, juguetones y suaves. El corazón me estalla de alegría.
Toda una mujercita, dijo mamá.
Ahora es de noche, llegué de tarde a la estación, con el sol poniéndose allá en el horizonte y el Tío Francisco me esperaba parado en el andén pelado y polvoriento. Cuando bajé del bagón, corrí, como siempre, a abrazar a Tío Francisco. Su expresión al verme fue entre contento y sorprendido. Dijo que estaba preciosa, toda una mujercita.
Los cachorros son hermosos y pequeñísimos, están junto con La Lila en el granero, me saltaron encima todos juntos apenas aparecí, con su energía peludita y desbordante, todo es para lamer, morder y tironerar. Solo pude verlos unos segundos y a penas tocarlos, porque a penas entré al granero Tía Eulalia gritó desde la casa que ya estaba la comida, que me fuera a lavar las manos.
Tía Eulalia no quiere que vaya al granero de noche, dijo que ahora que soy una mujercita no es un lugar para mi, pero a mi me encanta la oscuridad silenciosa de ese lugar.
Sí, dijo Tío Francisco toda una mujercita.
20 de diciembre
La mañana en el campo es hermosa, Tío Francisco me levantó, como siempre, antes de que salga el sol para ir juntos a ordeñar las vacas.
Hace frío tan temprano y las palabras se quedan en la cama durmiendo mientras nuestras manos, ya despiertas, tiran de las ubres de las vacas y sale la leche densa y calentita.
Desayunamos el pan que hace Tía Eulalia que es una delicia.
En el campo no se descansa nunca, toda la mañana afanados con cosas. Buscar los huevos en el gallinero, prestando mucha atención para que los huevos no se rompan y las gallinas no se enojen. Una gallina enojada es grande, muy grande, como si se hinchara y se le pararan todas las plumas, y su pico es certero. Lo se porque cuando era chiquita le saqué unos huevos a una gallina mientras los empollaba y la gallina me picó toda, toda. Por suerte no tuvo tanta puntería como para picarme en los ojos. Yo quedé tan asustada que no quería entrar más al gallinero, pero Tío Francisco me obligó diciendo que uno tiene que hacer lo que tiene que hacer si quiere vivir en el campo.
Por fin llegó la hora de la siesta. Tía Eulalia y Tío Francisco duermen. El sol y el silencio lo cubren todo. El granero está oscuro y fresco a esta hora. Entré y ahí estaban todos los cachorros, La Lila no estaba, seguro que andaba por la casa, a la sombra.
Me agaché y todos los cachorros corrieron hacia mí como una tromba, se me tiraron encima, me tiraban de pelo y me mordían los volados del vestido. Jugué un rato con ellos, son tan suaves.
De La Lila, ni noticias. Se me ocurrió traer leche para que tomen los cachorros, salí del granero y el sol me dejó ciega, sin ver nada corrí como una loca y entré a la casa. Sigilosamente saqué la botella de vidrio de la leche de la heladera Siam, enorme y rígida como los sarcófagos egipcios que aparecen en las ilustraciones del “Lo Se Todo”. Había un frasco nuevito de mermelada cacera que hace Tía Eulalia, también me lo llevé, junto con unas galletas de miel que me puse en el bolsillo.
Volví de nuevo corriendo y con los ojos casi cerrados hasta el granero. Primero no veía nada, pensé en que así debería ser para los ciegos la vida. Después se me acostumbró la vista, pero seguí jugando a ser ciega, manteniendo los ojos cerrados.
Serví la leche en el tazón del agua ya vacío en el piso. Los cachorros lo rodearon peleándose por un lugar para sorber como desesperados. Movían sus colas felices. Mientras tanto, saqué las galletas y fui mojándolas cada vez en más mermelada, casi sin darme cuenta me la comí casi toda y paré porque me dio una sed tremebunda. Tomé de la botella de vidrio del pico. Si me viera Tía Eulalia me mata, pensé y eso me encantó. Me encanta sentir el miedo de lo prohibido, la emoción de lo prohibido, el secreto de lo prohibido.
Con la panza llena e hinchada del calor, la mermelada y las galletas, me senté en el piso recostada en la paja del granero. Gotas de sudor como chorros corrían por los costados de mi cara y entre medio del busto, así le decía mamá, busto, pero para mi no eran más que dos protuberancias extrañas como pequeñas mandarinas recién salidas.
Me desvestí y mojé mi pelo y mi nuca con el agua para las vacas. Solo volví a ponerme la enagua, el vestido lo extendí sobre la mullida paja como si fuese una colcha y me tendí sobre él a sentir como rodaban desde mi cabeza y por mi cuerpo las frescas gotas de agua. Era feliz.
Los cachorros se habían terminado toda la leche y correteaban a mi alrededor. Nada los llenaba, parecían un enjambre. Se me fueron acercando saltarines. Dos de ellos se me metieron por adentro de la falda y me lamían las gotitas de sudor que la enagua atrapaba por entre los pliegues, era tan placentero sentir sus pequeñas lengüitas lamiéndome, eran como cosquillas infinitas. Otros dos me lamían las manos, más cosquillas. Otros dos más se tomaban el agua que caía de mi pelo y me lamían la cara, como desesperados. Era rico. Cerré los ojos y disfruté de sus lamidas que correteaban por todo mi cuerpo. Empecé a sentir más calor en la entrepierna, era como que los cachorros se daban cuenta y allí iban y lamían y en cada lamida pequeños chispazos, como electricidad, hasta que llegó una descarga enorme, como una explosión sucedió desde el bajo vientre y se expandió hasta mi cabeza. Nunca antes había sentido algo así. Extraño y placentero, una alegría distinta, muy distinta a comer caramelos o dar una vueltas en los mateos del zoológico. Un placer distinto, con el cuerpo, con el cuerpo que no es carne. Un placer desde la carne hasta el alma, hasta ese lugar en el que nos sentimos sin cuerpo, como a veces pasa en los sueños.
Me quedé dormida, ahí con los perritos y desnuda a la hora de la siesta.
No se cuánto tiempo habrá pasado hasta que me desperté sobresaltada, Tía Eulalia y Tío Francisco deberían estar preocupados. Comencé a vestirme lo más rápido que podía, pero la enagua estaba dura por el agua, los restos de almidón (mamá almidona todo) y la baba de los cachorros. No pasaba, me quedó a medio camino, entre el cuello y los hombros, trabajada, no iba ni para arriba ni para abajo.
De pronto se abrió la puerta, ya era de noche y un chorro de luz, la del farol de afuera, iluminó mi rostro. La sombra de Tío Francisco se había parado en la puerta. Se escuchó de lejos la voz de Tía Eulalia preguntando “Y…está ahí La Carlita?.” Tío Francisco abrió la boca imperceptiblemente y contestó “No, acá no hay nadie, andá pa’ las casas a preparar la cena que yo sigo buscando”. Entró al granero, trabó la puerta y agarrándome tan fuerte que no podía moverme, tapó mi boca, me tiró al piso y volvió a decir, esta vez con tono de satisfacción, “estás hecha toda una mujercita”.
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