El hombre de mi vida.
Desde que me calzaron el tutú a los cinco años el mandato familiar fue claro: había que ser una intelectual de izquierda, o en su defecto una exponente de la alta cultura. En los asuntos del corazón, la cosa no estaba dicha pero atravesaba el aire con un absolutismo brutal que nadie osaba contradecir. No era necesario afirmar que la muñequita de cara endiablada, más parecida a un personaje salido de la siniestra mano de E.T.A. Hoffmann o a las cabezonas de Mark Ryden, daba por hecho que cumpliría la profecía. Y cómo no consentir a raja tabla, luego de vivir en franca adoración con el sujeto de la fascinación, mi abuelito querido.
Sólo tuve ojos para él. Todos los viernes y desde mi más tierna infancia, me llevaban caminando esas pocas cuadras hasta su casa. Ahí supe lo que era la felicidad absoluta. Con mi cuerpito pequeño y mi cabeza gigante, arribaba munida del bolso de fin de semana. Llegaba la noche y ya con el camisón repleto de alforzas, me introducían en la cama del abuelazgo para que viera lo que se me antojara por televisión. Ellos recibían amistades de la medicina y la alta intelligentzia. Pero todos querían venir a besar a la princesa en ejercicio. Yo recibía chocolates, besos y adoraciones. Y así fui construyendo mi identidad, a prueba de obstáculos habidos y por haber.
Los sábados, mi adorado abuelo me despertaba a las 6 de la mañana, me vestía y peinaba, y partíamos rumbo a los hospitales. Allí, todas las enfermeras, asistentes y médicos, me rendían pleitesía. Y él, con mi manita entre la suya grande. Nos internábamos en el laboratorio, y me enseñaba a hacer los preparados para luego observarlos a través de su microscopio. Así aprendí a observar con curiosidad en alza, el universo todo. Terminábamos la faena y volvíamos a su casa, donde nos esperaba mi abuela con un almuerzo de reyes: jamones varios, tomates frescos, pollo con papas y batatas, y de postre la especialidad de ella, el flan de coco, manjar que nunca más pude disfrutar. Tragábamos la última cucharada y partíamos, él y yo, hacia el cine Cosmos. Me compraba monedas de chocolate y así me introdujo en el cine ruso adulto, que cada vez que vuelvo a ver, lloro sin poder ni querer evitarlo. Él, el hombre más hermoso jamás visto, con sus ojos azul transparente y sus bigotes renegridos, y yo, una enana de seis años con el pelo largo hasta la cintura.
Y llegaron los tiempos adolescentes. Y la excitación de la hormona. La apuesta era que la nena departiera con jóvenes, hijos de la cultura judía local. Lo mínimo era que yo me pusiera de novia con algún Bareinboim o en su defecto, un científico probo. Pero no. La tragedia sucedió. Mi abuelo murió a los pocos años. Y no pude tolerar su más alta traición. Me dejó, me abandonó justo cuando yo soñaba con cumplir mis sueños. Todavía me faltaba viajar con él, conversar con él. Pero se fue y no volvió.
Esa teen de redondeces de alto impacto que supe ser, tomó la decisión de hacer pésimas elecciones amorosas para vengarse.
El tiempo transcurrió y no hice otra cosa que elegir a los peores exponentes de la masculinidad. Tarados, imberbes, cobardes, iletrados, pusilánimes, excedidos. Un cóctel letal de adjetivos, perfectos para mi filo de malicia. Así y hasta hoy, me dediqué a destrozar a cuanto ejemplar se me pusiera entre las garras. Total, ninguno lograría emular la inteligencia, hombría, valentía, belleza, bonhomía de mi abuelo amado.
Hasta que una noche de insomnio decidí que debía cambiar de estrategia. Los imbéciles no aparecían porque sí. Yo los llamaba a los gritos, sólo para después tener carne propicia para destrozar.
Sigo escuchando su voz que me habla sólo a mí, imagino conversaciones eternas, y cuando me hablan de él, mis ojos se llenan de agua. Sé que el día está por llegar –y más cercano de lo que imagino- que aquel hombre “normal” me guste, me seduzca, me apriete en un abrazo, sólo para salvarme del mal. Los canallas serán historia, materia para el relato cuando me transformo en Scherezade. Y nada más.
Desde que me calzaron el tutú a los cinco años el mandato familiar fue claro: había que ser una intelectual de izquierda, o en su defecto una exponente de la alta cultura. En los asuntos del corazón, la cosa no estaba dicha pero atravesaba el aire con un absolutismo brutal que nadie osaba contradecir. No era necesario afirmar que la muñequita de cara endiablada, más parecida a un personaje salido de la siniestra mano de E.T.A. Hoffmann o a las cabezonas de Mark Ryden, daba por hecho que cumpliría la profecía. Y cómo no consentir a raja tabla, luego de vivir en franca adoración con el sujeto de la fascinación, mi abuelito querido.
Sólo tuve ojos para él. Todos los viernes y desde mi más tierna infancia, me llevaban caminando esas pocas cuadras hasta su casa. Ahí supe lo que era la felicidad absoluta. Con mi cuerpito pequeño y mi cabeza gigante, arribaba munida del bolso de fin de semana. Llegaba la noche y ya con el camisón repleto de alforzas, me introducían en la cama del abuelazgo para que viera lo que se me antojara por televisión. Ellos recibían amistades de la medicina y la alta intelligentzia. Pero todos querían venir a besar a la princesa en ejercicio. Yo recibía chocolates, besos y adoraciones. Y así fui construyendo mi identidad, a prueba de obstáculos habidos y por haber.
Los sábados, mi adorado abuelo me despertaba a las 6 de la mañana, me vestía y peinaba, y partíamos rumbo a los hospitales. Allí, todas las enfermeras, asistentes y médicos, me rendían pleitesía. Y él, con mi manita entre la suya grande. Nos internábamos en el laboratorio, y me enseñaba a hacer los preparados para luego observarlos a través de su microscopio. Así aprendí a observar con curiosidad en alza, el universo todo. Terminábamos la faena y volvíamos a su casa, donde nos esperaba mi abuela con un almuerzo de reyes: jamones varios, tomates frescos, pollo con papas y batatas, y de postre la especialidad de ella, el flan de coco, manjar que nunca más pude disfrutar. Tragábamos la última cucharada y partíamos, él y yo, hacia el cine Cosmos. Me compraba monedas de chocolate y así me introdujo en el cine ruso adulto, que cada vez que vuelvo a ver, lloro sin poder ni querer evitarlo. Él, el hombre más hermoso jamás visto, con sus ojos azul transparente y sus bigotes renegridos, y yo, una enana de seis años con el pelo largo hasta la cintura.
Y llegaron los tiempos adolescentes. Y la excitación de la hormona. La apuesta era que la nena departiera con jóvenes, hijos de la cultura judía local. Lo mínimo era que yo me pusiera de novia con algún Bareinboim o en su defecto, un científico probo. Pero no. La tragedia sucedió. Mi abuelo murió a los pocos años. Y no pude tolerar su más alta traición. Me dejó, me abandonó justo cuando yo soñaba con cumplir mis sueños. Todavía me faltaba viajar con él, conversar con él. Pero se fue y no volvió.
Esa teen de redondeces de alto impacto que supe ser, tomó la decisión de hacer pésimas elecciones amorosas para vengarse.
El tiempo transcurrió y no hice otra cosa que elegir a los peores exponentes de la masculinidad. Tarados, imberbes, cobardes, iletrados, pusilánimes, excedidos. Un cóctel letal de adjetivos, perfectos para mi filo de malicia. Así y hasta hoy, me dediqué a destrozar a cuanto ejemplar se me pusiera entre las garras. Total, ninguno lograría emular la inteligencia, hombría, valentía, belleza, bonhomía de mi abuelo amado.
Hasta que una noche de insomnio decidí que debía cambiar de estrategia. Los imbéciles no aparecían porque sí. Yo los llamaba a los gritos, sólo para después tener carne propicia para destrozar.
Sigo escuchando su voz que me habla sólo a mí, imagino conversaciones eternas, y cuando me hablan de él, mis ojos se llenan de agua. Sé que el día está por llegar –y más cercano de lo que imagino- que aquel hombre “normal” me guste, me seduzca, me apriete en un abrazo, sólo para salvarme del mal. Los canallas serán historia, materia para el relato cuando me transformo en Scherezade. Y nada más.
1 comentario:
Lamento decir que no me resultó muy atractivo el texto, pero, shit! preciosa la ilustración!! Este Mariano Lucano, ¿es argentino? Buen dinujante, me recuerda muchísimo al terrible Fati! Una delicia!
Publicar un comentario